viernes, 24 de marzo de 2017

Memoria de tu Desmemoria soy...



                                                                                                                                                                                                                          Ni unos, ni otros. 
Aun así siempre habrá perdedores y un odio escondido por ambas partes…


Memoria de tu desmemoria soy
 Mis pasos pisan tiernos, lo que tus botas
 sin miramiento destrozan.
 Tu sordera crónica, aumentan en mí,
 sus lamentos.

Bocas rotas vomitan rosas por doquier,
aquello que te asombra es más profundo
que la sima más profunda conocida.

Hoy por hoy, siguen sin ser anónimos
Las vidas cercenadas… todas tienen nombre,
como amor tuvieron.
Entre amapolas y lirios
anda la Parca cosechando almas.

 Las mismas que la sinrazón
 sirvió en bandeja de plata… a tan altiva Señora
 Es hora de que sepas,
 de ese saber para no olvidar.

Por qué hay amapolas en las cunetas
y lirios en los altos valles.
Y perdona si te ofendo
Pues es lo que tiene el andar siendo tu memoria.


Siempre volvían por primavera, saltaban de los trigales a las cunetas, miles de amapolas rojas con su botón negro de luto perpetuo. El viejo Tino las miraba, pasaba su mano con delicadeza extrema sobre ellas, la mirada acuosa delataba la zozobra de sus pensamientos, las historias que yacían debajo de las mismas. Pequeños insectos pululaban indiferentes unos libando el néctar otros arrastrando como castigo grandes bolas de excremento para llenarlas de vida. Los de la vieja guardia increpaban -que era eso de volver por primavera al lugar donde se pierde la memoria-. Había que olvidar, pero como olvidar algo en una tierra donde la desmemoria corría pareja con la vida y la vida callaba lo que estas guardaban con el celo de la indiferencia, con el miedo que andaba parejo con la ignorancia provocada por años de ocultación, tan solo Tino volvía cada primavera y sentado sobre un mojón kilométrico bisbiseaba calladas letanías, mientras recogía los plásticos y latas que la gente tiraba por la ventanilla de sus vehículos. Si ellos supieran, pensaba Tino, no tirarían su basura; pero que iban a saber, nacieron en un país donde se practicaba el silencio, la desmemoria, lo que nunca paso aquello por lo que no hay que pedir perdón, o eso pensaban los de entonces y los descendientes de estos, los de ahora, haciendo un ejercicio titánico de hipocresía, de bañarse y guardar la ropa, con lo difícil que es en cuestiones baladíes.

En otras latitudes, sobre campo de lirios blancos, cada mañana desde hace más de cuarenta años Manuela acudía a su cita particular, la visión hermosa de los lirios en flor perlados por el rocío de la madrugada, que en lento orden, ese millar de lagrimas olvidadas iban evaporándose para cumplir con el ciclo y volver a caer en este paraje o en otros más hacia el norte.
De gente se llenaban esos parajes donde hoy no acude nadie, algún que otro senderista despistado que queda subyugado por tan hermoso paisaje y el descanso del guerrero que toma fuerzas en un frugal ágape, regando este con un apretón cariñoso a su bota de vino o en su lugar sorbiendo las cristalinas aguas de sus manantiales que por doquier mantienen ese vergel a salvo de las inclemencias del estío.
Aguas que amortiguan esas brasas de agosto en días tan limpios que cuesta hasta respirar, donde cada movimiento ha de ser lento y bien aprovechado. Manuela entra por el camino que llega desde la vieja vía romana y lenta busca la sombra del viejo quejigo, moja el pañuelo en el regato pasándolo como una caricia por su frente y su cuello, entornando la mirada pues el astro Sol a esa hora esta en su pleno apogeo y es tanta la luz que los ojos le hacen chiribitas. Suspira y busca afanosa el sitio exacto donde la vio por última vez.
Sus recuerdos de antaño la muestran como una joven alegre con ganas de vivir, buena lectora y maestra de pequeños y grandes, ella que tenia los rudimentos de la escritura y lectura pues por su casa se dejaba caer cada quince días un maestro de los de antes, de esos que cobraban por un plato de comida o una peseta, o lo que buenamente podían aportar de esa economía de subsistencia. Y unas cuartillas de algunos poetas, un tercio del retablillo de don Cristóbal y Yerma, de un tal Federico.
Con estas pocas letras había enseñado Rosa a leer a más de la mitad de los vecinos, la mayoría pastores y algún que otro hortelano, pues no es tierra fácil para el cultivo, por su altitud y su composición de piedras calcáreas que como motas de algodón salpicaban la geografía que circundaba la aldea, pues de tan pequeña no ostentaba el titulo de pueblo, pero eso les daba igual a sus paisanos que siempre decían a voz en grito, ¡Pocos somos, pero bien avenidos! De imaginar es que no serian tan avenidos o que el miedo es libre y razón dieron cuando aparecieron ellos, ordinarios brutos, con derecho de pernada y sustraer todo lo que se les antojara por el mero hecho de ir armados.
El delito de Rosa fue que le hallaron estas letras perdidas, que solo hablaban de hombres y mujeres con sus cuitas particulares, pero claro hubo de ser por ese autor de las mismas, el tal Federico. No la juzgaron con luz y taquígrafo, las únicas armas que encontraron en su haber fueron las palabras escritas, unas tierras al lado de la acequia mora (las mejores para el cultivo) y un vecino al que la envidia y la ignorancia tenían el seso carcomido y al que no le importaba cenar con el diablo mientras fuesen para él las citadas tierras. Éste como el Don Cristobita de los títeres, tan solo ambicionaba lo ajeno, odiaba los libros pues no sabia ni leer y pretendía a Rosa,  que ya se sabe ¡mujer casada la pata quebrada! como forma de subyugarla y que dejara de meter esas ideas en la cabeza de los aldeanos.

Ni manuela ni Tino se conocían, pero formaban parte de ese grupo de gente buena que había pasado una guerra cruel, donde no hubo respeto por el pueblo llano, y una posguerra bastante jodida, donde se instauro el miedo y el ocultismo, donde se borraron nombres de unos para vanagloriar a otros, años duros de olvido forzado y promocionado por un Dictador y sus secuaces, por una Iglesia que en vez de protegerlos los arengaba y los mantenía en la más absoluta de las ignorancias, demasiados besamanos, demasiados brazos alzados por el miedo, demasiados mudos voluntarios, demasiada desmemoria con el único sentido de sobrevivir hasta que llegaran tiempos mejores. Hoy Tino en su cuneta y Manuela en su quejigo, siguen en silencio acompañando a esos seres anónimos que mal duermen bajo la tierra, declamando en su insoportable silencio, un poquito de paz, un poquito de compañía y que les sea devuelta esa humanidad que nunca perdieron y que ellos los de uno y otro bando, una noche cualquiera cobardemente les arrebataron.  

                                                                                              Epi


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