Aún recordaba cuando de niños corrían cogidos de la mano
por las fincas colindantes al pueblo, del sabor del agua cuando el se la
acercaba en el cuenco formado por sus manos y ella intencionadamente lamía su
palma, mirando por el rabillo del ojo como él se estremecía y la mojaba para
que se apartara mientras ella reía como una niña, la misma mano que cogiera la
suya para ayudarla a encaramarse en la vetusta higuera, donde solían pasar largos
ratos imaginando, una casa a esa altura envueltos en el aroma dulzón de los
higos maduros.
Manos que por primera vez dejaron de ser inocentes, para recorrer
su cuerpo, ella era ahora la que se estremecía con el dulce recuerdo. Ahora tan
distantes y tan frías como el mármol.
Con la esponja humedecida fue limpiando el rostro de él,
miro sus ojos cerrados, – que se parece
el sueño a la muerte, pensaba en voz alta, esperando una respuesta que jamás
llegaría.
Fue atusando el pelo, desenredando con amor el entresijo
de caracoles negros que cubrían su frente, metiendo los dedos, como si quisiera
atrapar su pensamiento, apoderarse de sus recuerdos y comprobar que ella
formaba parte o al menos un apartado especial, en ese mundo que se imaginaban y
donde vivían a espaldas del resto, cuando aún la vida eran risas, pequeñas riñas amorosas para futuros
reencuentros.
Los parpados cerrados ocultaban el negro de sus ojos,
espacio infinito donde ella se miraba coqueta y esa nariz recta de corte
romano, como esa estatua de Adriano o la del bello Antínoo, al que por amor
levanto la bella ciudad de Antinópolis, en el antiguo Egipto. Se sonreía para
sí, que ella era de chicha y no de limoná como solía decirse (ni chicha ni
limoná, ni carne ni pescado).
Admiraba a ese emperador capaz de tanto amor y a su
amado, por el supuesto suicidio para que Adriano pudiera burlar a los fatídicos
hados que abrían predicho su muerte. Sí, le gustaba esa entrega, su vida a
cambio de que él viva más tiempo del establecido, en fin es lo que había leído,
y la historia ya se sabe, la escriben los vencedores. Aún así le encantaba ese relato.
Una lagrima se le escurría por la mejilla, agua salada
que tantas veces el con un beso le arrebatara, llevando sus labios a los de
ella, devolviéndole la seguridad y la fuerza que a menudo ella perdía. Frontera
de besos pasados, de versos escritos que en la intimidad le recitara, susurro
de agua, manantial sereno donde su corazón descansara y ese talle... Tronco
poderoso, en el que descansara entre lance y lance, ahora lo besa con nostalgia
mientras la esponja absorbe el agua aromatizada que ha quedado estanca en su
ombligo, poza minúscula, cordón umbilical de sus pasiones.
–Quien fuese
Diosa, quien tuviera en su mano el poder de regresarlo, no llevaba ni doce
horas ausente y ya lo echaba de menos, como si las doce horas fuesen doce años
y su memoria… -¡Que perra vida! se sorprendió gritando en la soledad de esa
habitación. Despacio lo fue vistiendo, su camisa de lino, arremangada media
cuarta por encima de la muñeca, como a él le gustaba, el pantalón de hilo, con
esa caída, delataban unas piernas bien formadas, de músculos estilizados y unos
pies perfectos en sandalias de cuero.
Abrió el sobre que le dejara sobre la mesita, leyó
detenidamente, doblo la cuartilla varias veces, luego la beso y la escondió
entre las ropas de él.
*
Cuando yo muera que
no me lleven flores
Que se ahorren las
lágrimas póstumas
Pues en vida no
estuvieron cuando los necesitaba
*
¡Que no vengan!...
Te lo ruego… pues
la gélida muerte me mantendrá desprotegido,
Estático y expuesto
a las miradas curiosas y sin respeto,
Sin amor… de esos
que andan de entierro en entierro
Para así asegurarse
un lleno completo en tan aciago momento
*
Visitadores ávidos
de chismorreo, querrán acompañar a este cuerpo
Hasta su última
morada y eso no me apetece
Es como asegurarse
que te dejan bien encerrado,
Sin salida, para
formar parte de tan sórdido lugar
*
¡Que ya es
duro morirse!
Quedarse en la más
absoluta de las inequidades que es la muerte
En el limbo
ficticio de las religiones
*
Cuando yo muera tan
solo tu presencia hara más llevadero el viaje
Tus manos sobre
este cuerpo yermo, tus quejas, las heridas abiertas
Y los buenos
momentos.
*
Incinera mis restos
y espárcelos,
Que no quede huella
ni memoria de mi paso
Tan solo tú,
testigo temporal a quien tanto he amado
Y si este transito
me lo permite… seguir amándote
Desde la nada más
absoluta, desde el vacío
Eterno etéreo, en
el viento o sobre las flores
Los átomos de mi
cuerpo podrán acompañarte
Adherirse a tu
vestido, besar tus pasos, mezclarse con tu pelo
*
Cuando yo muera
amor, promete tan solo una cosa…
Bueno dos.
Cuidarte y amar de
nuevo y cuando estés sola
Una copa de vino y
un brindis por los dos a la luz de la luna
*
Cuando yo muera
amor, olvídame un tanto si puedes
Y vive… que aquí donde
me hallo no hay nada que ofrecerte
…Amor
Besos sus labios y quisiera como Julieta llevarse el
veneno de su Romeo, ¿que iba ha hacer ahora?, a quien amaría, a quien dedicaría
sus días con sus noches, que poderosa excusa tendría ahora para levantarse cada
mañana y aguantar tanta soledad. Pero solo encontró frió donde hubo calor,
indiferencia y lasitud donde antes hubo devoción, yermos labios como frías las manos…
-Cuídalo, no lo dejes solo Señora, si, no, ¿para que te lo llevas…? como una letanía monocorde,
una oración a no se sabe que Dios dirigida. Dos monedas de plata para el
barquero, un guiño pidiéndole a Virgilio que no lo abandonara, que guiara sus
pasos por ese otro mundo. Quisiera ella ser Beatriz, sueño de amor en esta
aciaga hora y esperar al final del viaje
para reencontrarse con él. Pero la realidad pesaba, se hacia sentir, el calor
empezaba a ser sofocante, un calor y una quietud que amenazaba con romper a
llover, una tormenta de verano.
No era Beatriz ni Julieta, más bien se comparaba con esas
plañideras con el rostro manchado de ceniza, los pelos ajados cubriendo sus
ojos y las manos crispadas de arañar la tierra.
Se preparo para salir, no quería ser vista por nadie, no
soportaba la curiosidad de la gente, la falta de respeto de la mayoría que tan
solo iban por cumplir. Sin importarles el dolor ajeno y la necesidad de estar a
solas con él, a solas con los recuerdos.
Con la zozobra de tener que interrumpir esa comunión tan
intima con su amado, para escuchar un lo siento y ese abrazo funcional que no
trasmitía nada, ese escrutar de los más viejos por ver si tu rostro espejo de
ese alma abatida, hacía justicia a la gravedad del momento.
¡Que asco! pensaba, mientras era sometida al tercer grado
de sus sentimientos y encima aguantar esos chistes tan malos, que pasaban de
entierro en entierro, arrancando las mismas risas forzadas, mientras otras
manos se apretaban cerrando posibles negocios en tan lúgubre oficina. ¡Sí,
hacía bien en no estar presente!
Ahora solo quedaba incinerar el cuerpo y que le
entregaran una cajita con sus cenizas, eso y la más intima de las soledades. A
eso se reducía la vida, al resumen de un
metro noventa de estatura, en un cuerpo de atleta, cuarenta años más cinco de
pasión, quedaban reducidos a unos dos kilos y medio aproximadamente de cenizas,
que terminarían volatilizándose en el viento, asentándose en los charcos de
agua, en los regatos o adheridas a las piedras.
Pensaba que así estaría bien, allá donde dirigiera sus
recuerdos, las veces que lo nombraría, las lagrimas y con el tiempo, un pequeño
resquemor que en días puntuales se acentuarían y en anécdotas cotidianas, que mantendrían
el recuerdo vivo de su ausencia, como un tiempo que ya no volverá, quedando
encerrado en el trastero del corazón….
C`est la vie
Epi